sábado, 10 de marzo de 2012

El cuarto y la dama

En ningún momento se escucharon sus pasos al entrar en aquella habitación desolada, la luz era casi nula y ella esperaba mientras el temblor de la angustia le recorría la piel de principio a fin; El acostumbraba hacer de ellas unas diosas antes de consumar sus terribles intenciones, quizás con la misma intención que los cazadores se ocultan y dejan que la presa se sienta confiada, pero esta vez seria distinto, la ira hizo casa en su corazón una noche sin ningún motivo y este necesitaba liberarse de ella, y, que mejor modo que haciendo lo que mas le gustaba en el mundo; Se acerco a ella acariciándole el cabello, poso un beso en su mano luego de esto la caricia en el cabello comenzó a bajar por sus mejillas, luego su cuello hasta llegar al pecho. Esta soltó un gemido de excitación a pesar de los nervios que la invadían, apretando los dientes y los ojos mientras el comenzó a bajar suavemente su vestido y con la delicadeza de un petalo de rosa acaricio las puertas del paraíso que se alojaba en su cuerpo. Sus manos empezaron a subir por sus caderas, su vientre, sus pechos hasta llegar a su cuello apretándolo casi al punto de la muerte ella no dijo nada y le beso. La noche fue el escenario de aquella bella masacre, el empezó a desgarrar su cuello con los dientes, mientras ella sentía que las fuerzas la abandonaban y rezaba al dios de los judíos sin sentir miedo alguno. El la devoraba poco a poco hasta que las pieles de el y de ella estaban cubiertas de sangre en su totalidad, las paredes y el techo morían de miedo mientras el mostraba en el fondo de sus pupilas el verdadero ser infernal que era y que se escondía tras el rostro de un ángel. El viento de la noche gemía de dolor porque Carla estaba muerta y con los primeros rayos del sol se hizo ver el llanto que la noche anterior había derramado sobre la hierba fresca y viva a causa de su muerte.

Mientras cuento este trozo de historia en la oscuridad de mis aposentos el recuerdo casi se hace palpable, los gritos, la piel de aquella mujer deliciosa cubierta solo por su sangre, aquella grotesca muerte que gozaba del aroma del hakubaiko y su agonía que parecía ser una consecución interminable de orgasmos y que me eran por mil vidas bien vividas. Y esta copa de vino me recuerda el color de la sangre y la diversión de la que me hicieron participe aquellos dos en esta misma habitación.

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